Radiografía de un país roto y amnésico

La mala memoria, el racismo rampante y una sociedad marcadamente clasista explican los doce días de caos que ha vivido Ecuador. Su capital, Quito, se convirtió en un escenario de guerra en el que hordas de delincuentes se mezclaron con una masiva protesta protagonizada por el movimiento indígena. La lucha feroz por recuperar, mantener o alcanzar poder se sobrepuso a la legítima necesidad de los pueblos ancestrales de reclamar el respeto y el cumplimiento de sus derechos fundamentales, históricamente pisoteados.

Trabajo colaborativo entre La Barra Espaciadora y la Agencia Tegantai

Texto Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar

Fotos: Ivan Castaneira / @i_chido – Esteban Barrera – Diego Cazar

FUEGO

Foto: Ivan Castaneira

La noche del miércoles 9 de octubre, Inocencio Tucumbi, un agricultor de 50 años, murió horas después de recibir un impacto de bomba lacrimógena en su cabeza. Ocurrió cuando una tropa de policías a caballo y en motocicletas irrumpió en la llamada Zona de Paz, cerca de la Universidad Politécnica Salesiana, en Quito. Algunos testigos contaron que luego de caer al piso por el disparo, los caballos lo pisotearon. El cráneo de Inocencio se rompió como un cascarón de porcelana.

Los policías no respetaron que en ese recinto, así como en la vecina Pontificia Universidad Católica del Ecuador, se refugiaran cientos de familias indígenas, ni que se atendiera a una serie de personas heridas por la represión ordenada esa misma tarde por la ministra de Gobierno, María Paula Romo, y por el ministro de Defensa, Oswaldo Jarrín. Ahí llegaron los gases lacrimógenos e incluso una bomba cayó dentro de una de las universidades. “Los señores policías apuntaban al cuerpo mismo”, contó al día siguiente un familiar de Inocencio, mientras esperaba junto a unos cincuenta habitantes de la comunidad Yanahurco de Juigua, y otros de Cuturiví Chico, la salida del cadáver de la morgue del Hospital Eugenio Espejo.

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Foto: Diego Cazar Baquero.

Inocencio también era músico. Tocaba la trompeta en una banda de pueblo llamada Armadura de Dios, y sus seis hijos varones heredaron el gusto por componer canciones y armaron un grupo de música popular llamado The Brothers. “No puede ser justo que nos asesinen –susurró Ángel, uno de ellos–, venimos a una marcha pacífica en la plaza y nos dan un bombazo… las vidas que nosotros perdemos de los hermanos indígenas que mueren, ¿quién dice algo?”.

Gustavo, el mayor de todos, agricultor como su padre y vocalista de su banda, supo de la muerte de Inocencio al día siguiente. Desde entonces empezó a componer una canción en su memoria y ahora espera que su hermana menor, de 13 años, pueda algún día cantarla con el grupo. Aurora Tulmo, la viuda de Inocencio, guarda silenciosamente su luto. Solloza un poco y se aparta de todos. Se agacha ligeramente, oculta su washka de cuentas doradas con el ala de su sombrero y solo deja lucir su pachalina roja.

–¡Esto no es por política, hemos venido por la necesidad, sin bandera! –exclama una mujer que acompaña a la familia de Inocencio–. ¡Horas de combate –continúa–, venimos a luchar por el pueblo, no por el poder!

A lo lejos se escuchan detonaciones de bombas lacrimógenas y voladores (artefactos pirotécnicos con los que ciertos manifestantes organizados y tildados como infiltrados por la dirigencia indígena, usan para contrarrestar las arremetidas de la Policía).

–No es porque somos de sombrero que van a venir a disparar –le secunda otro familiar.

–Dejamos una huella, compañeros –interviene el pastor Jorge Pinduisaca–. Dejamos un triunfo, compañeros.

–¡Había bandera blanca y así empezaron a bombardear! –vuelve a exclamar la mujer– ¡Mucha política! ¡¿Acaso hemos venido por política?! ¡Es una fiesta democrática, pues. Es una fiesta política!– dice, llora y se agarra la cabeza.

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El cadáver de Inocencio Tucumbi llegó al Ágora de la Casa de la Cultura, donde estaban reunidos miles de indígenas, y recibió una misa fúnebre. Oficiales de la Policía que fueron retenidos por los indígenas cargaron el ataúd como símbolo de reparación por su responsabilidad en la represión que le quitó la vida. Foto: Iván Castaneira.

Nayra Chalán, vicepresidenta de la Ecuarunari, responsabilizó al gobierno de Moreno por las muertes de los suyos. “Nosotros venimos no para ir con uno menos sino para regresar con todos, pero nosotros no venimos aquí por voluntad, el gobierno ecuatoriano nos obligó –dice Nayra– y esta lucha por nuestros derechos ha hecho que perdamos la vida de nuestro compañero. Y él no es el único”.

Según el último informe de la Defensoría del Pueblo, entre el 3 y el 13 de octubre, 7 personas murieron como resultado de las violentas arremetidas de la Policía Nacional durante las protestas. Raúl Chilpe murió atropellado. Marco Otto cayó de un puente mientras era perseguido por policías en el barrio de San Roque. También murieron Abelardo Vega Caizaguano, Silvia Mera y José Daniel Chaluisa. José Rodrigo Chaluisa e Inocencio Tucumbi fallecieron luego de la incursión policial en Zona de Paz, el miércoles 9 de octubre. Miércoles negro, le dicen los deudos.

En una rueda de prensa ofrecida el jueves 10, la ministra Romo aseguró que “ninguna persona ha perdido la vida en un enfrentamiento con la Policía”. Mientras lo decía, los familiares de Inocencio reunían los cuatro dólares en monedas de un dólar y el celular que Inocencio tenía en sus bolsillos el día de su muerte, y se aprestaban a trasladar su cadáver de regreso a su comunidad, para velarlo en el estadio. Horas antes, el ataúd llegó al Ágora de la Casa de la Cultura, donde los miles de indígenas que allí esperaban, celebraron una misa en su memoria y gritaron: “¡Inocencio Tucumbi, Kaipimi canchi! ¡Inocencio Tucumbi, Kaipimi canchi!” (Aquí estamos).

Romo, sin embargo, dijo esa noche que tenía consigo los papeles de la autopsia y que se había determinado que la muerte de Inocencio había ocurrido “por una caída”. El discurso que el gobierno usó como coartada durante estas jornadas fue el de acusar a todo manifestante que fuera agredido por la fuerza pública como “delincuente” y “terrorista”.

La toma violenta y el incendio del edificio de la Contraloría General del Estado por parte de una turba delincuencial fueron también hechos usados por el gobierno para justificar las violaciones de Derechos Humanos por las que varias organizaciones internacionales llamaron la atención a las autoridades.

Nayra Chalán cree que “el Estado y el gobierno ecuatoriano tienen que responsabilizarse por esas muertes. Tienen que aclarar y tienen que judicializar a los culpables: María Paula Romo y el ministro Oswaldo Jarrín”.

TIERRA

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Foto: Iván Castaneira.

Lo que ocurre en este país no es nuevo. Una vez más, Ecuador llegó a Quito para reclamar por haber sido discriminado. Lo había hecho ya en 1990, en un gran levantamiento que sacudió la comodidad de la clase política de turno y de sus electores. Guayaquil, como siempre y de lejitos, le hizo fieros. En 1994, en 1997 y en el 2001, Ecuador volvió a levantarse y a visitar la capital.

El pueblo indígena que habita el territorio ecuatoriano lleva siglos rechazando el trato colonial que ha recibido por parte de las clases dominantes, y décadas oponiéndose a las recetas del Fondo Monetario Internacional (FMI) adoptadas por el Estado. Esa resistencia es la representación del choque entre dos mundos distintos que no logran conciliarse: el del campo y el de la ciudad. El del indio y el del mestizo. El del campesino y el del patrón. El país es una colonia extendida que viola los principios democráticos que su élite política dice defender a diario en sus discursos.

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Varias fueron las consignas que se unieron al principal objetivo de las manifestaciones, que era derogar el Decreto 883. Pero el consenso entre los pueblos indígenas fue rechazar las infiltraciones de grupos afines al expresidente Rafael Correa, así como al actual mandatario, Lenín Moreno. Foto: Iván Castaneira.

Democracia es lo que reclaman los pueblos indígenas desde hace décadas y democracia es lo que menos ha practicado el Estado ecuatoriano, siempre mestizo, con ese sector de la población. La protesta de octubre del 2019 –más allá de sus entuertos delincuenciales que tendrán que ser juzgados y sancionados para eludir el olvido– es el resultado de no entendernos ni aceptarnos como sociedad. Este es un país roto por origen. Esta crisis es el reflejo de una injusticia histórica cometida por un modelo mestizo que domina la vida entera de un pueblo, y que no ha dado señales de querer soltar el mando.

El Decreto 883 que agitó primero a los gremios de transportistas, y que luego indignó a las comunidades campesinas, fue solo un detonante del hartazgo; es que ese Decreto fue producto de una decisión inconsulta y unilateral, pactada entre la clase política dirigente de turno y ciertos grupos empresariales, principalmente provenientes del sector exportador. Todos ellos mestizos con privilegios. Sí, el conflicto que vive Ecuador es un asunto étnico y es un conflicto de clases que ha acumulado resentimientos profundos y que provoca hoy el estallido de otras taras adicionales, como el machismo y la xenofobia.

Bajo la idea implantada de que hay que sacar al país de la crisis, el gobierno de Lenín Moreno ha juntado a un reducido grupo de políticos y tecnócratas para decidir por su cuenta por toda la población ecuatoriana, excluyendo en esa decisión a buena parte de la población a la que dice representar, sin socialización a través de mesas de diálogo, sin consultas ni estudios técnicos, socioeconómicos o culturales. Y lo más grave, el Estado encarnado en Moreno ha recurrido, una vez más, a una receta que ha demostrado ser ineficaz, injusta y antidemocrática. Pero, además, racista y clasista.

Ecuador
Los enfrentamientos entre los manifestantes y la Policía fueron constantes. De un lado, actos vandálicos empañaron las consignas del movimiento indígena. De otro, el Estado ecuatoriano hizo uso abusivo de la fuerza y recibió llamados de atención de parte de organismos internacionales de DDHH. Foto: Iván Castaneira.

En 2016, Jonathan D. Ostry, Prakash Loungani y Davide Furceri, tres funcionarios del FMI, publicaron un artículo titulado Neoliberalism: Oversold?, que en español se editó con el título de El neoliberalismo, ¿un espejismo? En el documento, los autores reconocen que las medidas de austeridad implementadas por el organismo, sobre todo en países con lo que ellos llaman “economías en desarrollo”, como la mayoría de las de Latinoamérica, han sido responsables del aumento de la desigualdad. “Las políticas de austeridad no solo acarrean sustanciales costos para el bienestar a través de los canales del lado de la oferta –dicen–, sino que también perjudican la demanda, agravando el empleo y el desempleo”.

La dirigencia del movimiento indígena del país andino ha rechazado históricamente las políticas signadas por los organismos multilaterales de crédito comandados por el FMI. Sus líderes saben que son los pueblos indígenas, montubios, negros, quienes incrementan los índices de desempleo, subempleo, pobreza y pobreza extrema, analfabetismo y precariedad laboral en Ecuador. Esto no es una novedad para nadie, pero nadie hace nada para revertirlo. El rechazo de la población indígena a las medidas económicas del gobierno de Moreno no es el producto de una manipulación política o de la ignorancia, como muchos políticos y analistas han dicho, sino de la indignación frente a una injusticia sistémica de siglos.


AIRE

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Las intersecciones de las avenidas Patria y 6 de Diciembre fueron uno de los puntos que concentraron la atención del país entero durante las protestas. Foto: Esteban Barrera.

El viernes 11, por la tarde, cientos de mujeres compartían comida y charlaban con los policías que resguardaban la Asamblea Nacional. En la atmósfera se respiraba tregua. Uno de los líderes indígenas –suponían las mujeres– estaba dentro del edificio, dialogando, procurando la pacificación. Uno de los policías levantó una prenda blanca y la agitó en el aire, en señal de paz y las mujeres respondieron cantando. Entre canto y canto los cientos de indígenas, sentados sobre el asfalto, aplaudían. Se avecinaba un acuerdo y, con él, la posibilidad de que la represión parara. Ya entonces se contaban cinco muertos durante los días de protesta.

“¡Hijo, vení, vos, carajo, ayudame a cargar las medicinas que les traje!”, decía un solidario quiteño, del otro lado de esa misma calle, en una esquina de la Casa de la Cultura. El hombre sesentón usaba ese español castizo, colonial imperativo de patrón o de hacendado, para decretar su ayuda. El muchacho indígena dejó de comer lo que apoyado contra un camioncito se llevaba a la boca y obedeció, timorato, a la orden del desconocido.

Unos metros más allá, frente al hotel Tambo Real, otro joven llegaba desde uno de los valles quiteños a bordo de una camioneta llena de bolsas con pan. “Ya les voy a repartir a todos, esperen, esperen que más atrás viene otra camioneta con más comida”, daba instrucciones a un grupo de mujeres indígenas cotopaxenses.

En eso, comenzó la refriega. Sin aviso alguno. Sin que mediara ninguna amenaza. Sin siquiera una marcha, los mismos policías que compartían la comida con las mujeres en las inmediaciones del edificio de la Asamblea, dispararon. Un primer estruendo confuso. El segundo alarmante. El tercero y los demás ya obligaron a la muchedumbre a correr despavorida en busca de un refugio. Unos tropezaron y cayeron sobre otros. Las hojas de eucalipto en las fosas nasales, los pañuelos bañados en vinagre con bicarbonato ayudaban a evitar la asfixia. 1 of 3

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Vista del edificio de la Contraloría General del Estado, que fue tomado por dos ocasiones y luego incendiado y asaltado por delincuentes infiltrados en las manifestaciones indígenas. Foto: Esteban Barrera.
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Vista aérea de la intersección entre las avenidas 6 de Diciembre y Patria, donde se concentró la mayoría de episodios represivos durante las jornadas de protesta de octubre. Foto: Esteban Barrera.
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Vista aérea de la intersección entre las avenidas 6 de Diciembre y Patria, donde se concentró la mayoría de episodios represivos durante las jornadas de protesta de octubre. Foto: Esteban Barrera.

Paulina Oña, de la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de Quito (COIQ), estuvo ahí. Cantaba el Himno Nacional con su amiga Adela cuando los disparos les sorprendieron. Enseguida el lugar se cubrió de humo. “Pensamos que [la Policía] sí nos iba a respetar por ser solo mujeres, pero nos engañó, acumuló a toda la gente como una manada y después empezó a bombardear. No tuvieron ninguna piedad por nosotros”.

La Constitución de la República de Ecuador, en sus artículos 45 y 46, dispone que el Estado garantice protección a niñas, niños y adolescentes en caso de desastres, conflictos armados y en todo tipo de emergencias. Segundos antes del ataque,  a las afueras de la Asamblea, cientos de niños y niñas correteaban y jugaban entre las faldas de sus madres. Algunos niños de pecho dormitaban, envueltos en frazadas. Pero el aire de todos ellos se convirtió en una sola nube de gas.

Para la Conaie, este fue un acto de traición. Las palabras, para los pueblos ancestrales, importan. Había el compromiso de no reprimir, pero eso nunca se cumplió. Todos los compromisos se habían roto. Todos los compromisos se rompen y para las autoridades del Estado basta apenas una disculpa por televisión.


AGUA

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Foto: Esteban arrera.

A las 21:00 del lunes 7 de octubre, Leonidas Iza, presidente del Movimiento Indígena y Campesino de Cotopaxi (MICC), dijo que el propósito de las movilizaciones protagonizadas por la Conaie era “cambiar el rumbo de nuestro país”. Esa noche, cientos de miembros de comunidades indígenas de las provincias de Cotopaxi, Tungurahua y Chimborazo –las más empobrecidas y con mayor población indígena de la sierra ecuatoriana– llegaron al emblemático parque El Arbolito, en el centro-norte de Quito, a bordo de camiones, camionetas y motocicletas, y empuñando banderas ecuatorianas y wipalas. También desde el norte del país, grupos indígenas de Carchi e Imbabura –provincias agrícolas, floricultoras y ganaderas con numerosa población indígena– marcharon hacia Quito para preparar la Huelga Nacional anunciada para el miércoles 9 en todo el país, en contra de las medidas decretadas por Moreno el 3 de octubre. “No queremos imposición del Fondo Monetario Internacional (…), no estamos dispuestos a vivir de rodillas”, dijo Iza, en sus primeras declaraciones en El Arbolito. Una leve llovizna, a la cual el dirigente llamó “benditas aguas”, aplacó el malestar de los primeros ataques policiales con gases lacrimógenos. Nadie imaginó que lo que vendría después se grabaría en la historia como uno de los episodios más represivos e inhumanos que ha vivido el país.

Más tarde, las declaraciones que hizo Jaime Vargas, presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, el noveno día de protestas consecutivas, fueron claras: “Los gobiernos capitalistas nunca defenderán los intereses de nuestros pueblos”, sentenció, lapidario.

Esas palabras tienen mucho más de fondo que de forma, aunque a muchos les cueste creerlo o decirlo a viva voz. Las palabras, para los pueblos ancestrales -andinos, mesoamericanos, asiáticos o africanos- importan. La palabra es uno mismo. Dar la palabra es entregarse. Traicionarla es un suicidio. Cuando un sabio indígena dice, se hace cargo de lo que ha dicho.

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La mañana del lunes 14 de octubre, cientos de voluntarios se juntaron en las zonas que fueron afectadas por las revueltas de los 12 días y organizaron una minga, actividad ancestral indígena que consiste en trabajar colectivamente para limpiar un lugar. Foto: Esteban Barrera.
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La mañana del lunes 14 de octubre, cientos de voluntarios se juntaron en las zonas que fueron afectadas por las revueltas de los 12 días y organizaron una minga, actividad ancestral indígena que consiste en trabajar colectivamente para limpiar un lugar. Foto: Esteban Barrera.
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La mañana del lunes 14 de octubre, cientos de voluntarios se juntaron en las zonas que fueron afectadas por las revueltas de los 12 días y organizaron una minga, actividad ancestral indígena que consiste en trabajar colectivamente para limpiar un lugar. Foto: Esteban Barrera.
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La mañana del lunes 14 de octubre, cientos de voluntarios se juntaron en las zonas que fueron afectadas por las revueltas de los 12 días y organizaron una minga, actividad ancestral indígena que consiste en trabajar colectivamente para limpiar un lugar. Foto: Esteban Barrera.
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La mañana del lunes 14 de octubre, cientos de voluntarios se juntaron en las zonas que fueron afectadas por las revueltas de los 12 días y organizaron una minga, actividad ancestral indígena que consiste en trabajar colectivamente para limpiar un lugar. Foto: Esteban Barrera.
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La mañana del lunes 14 de octubre, cientos de voluntarios se juntaron en las zonas que fueron afectadas por las revueltas de los 12 días y organizaron una minga, actividad ancestral indígena que consiste en trabajar colectivamente para limpiar un lugar. Foto: Esteban Barrera.

La mañana del lunes 14 de octubre, horas después de que se derogara el Decreto 883, cientos de personas, entre comuneros, voluntarios, religiosas, estudiantes universitarios, trabajadores de las cuadrillas de limpieza del Municipio de Quito, vecinos de la capital y estudiantes de policía se reunieron en una minga para limpiar las zonas donde se habían concentrado los sitios de acogida y los violentos enfrentamientos de estos doce días.

Vía chats de Whatsapp, cientos de voluntarios se convocaron desde la víspera, y con el amanecer comenzaron a recoger desperdicios, a limpiar las calles, a resembrar plantas, a preparar comida para los indígenas que aún no retornaban a sus provincias. Los voluntarios bailaron y compartieron bebidas y en un acto simbólico despidieron a las comunidades vitoreando, levantando las manos y agitando banderas del Ecuador.

PAÍS ROTO

Hace 19 años, Ecuador también llegó a Quito. Miles de indígenas viajaron a pie o en camiones a la capital ecuatoriana. Caminaron cientos de kilómetros cargando wawas y maíz, papas y wipalas. Bajaron de cerros y montañas. Dejaron páramos y selvas y se fueron juntando en las carreteras. Cien, trescientos, mil, tres mil, cinco mil… Unos tocaban bocinas para llamar a quienes aún estaban lejos, en sus casas, y otros danzaban al ritmo de los bombos, con tonadas de pingullos. Así les era más leve la caminata. Era enero del 2001. La crisis política en Ecuador había llegado a su punto más grave y las nacionalidades indígenas habían decidido luchar en contra del mismo recetario del FMI. Luchar, para los pueblos indígenas, implica muchas cosas. La palabra.

Entre enero y febrero estuvieron en Quito esos miles de indígenas de Pilahuín, de Amazanga, de Peguche, de Pujilí, de Cayambe, de Puyo, de Pelileo, de Latacunga. Bloquear la elevación de los precios de los combustibles, del gas de uso doméstico, de los pasajes del transporte público era su objetivo. La Universidad Politécnica Salesiana les abrió las puertas de sus predios y ahí vivieron esos días de represión brutal. El gobierno de Gustavo Noboa mandó a rodear el recinto con tanquetas policiales y a disparar bombas contra las ventanas. Un helicóptero se acercó una de esas mañanas y arrojó gas lacrimógeno al interior del campus universitario, mientras en provincias amazónicas se arremetía brutalmente contra los líderes campesinos. La policía montada, en Quito, atacaba los manifestantes en los portones universitarios y pisoteaba con sus caballos a quien estuviera cerca. 7 muertos dejaron esas jornadas de protesta. 7 muertos. Igual que ahora, 19 años después.

No hay peor maltrato contra un pueblo que aquel que se naturaliza como política de Estado. En Ecuador la Colonia está viva. Nada cambiado aunque haya cambios sobre el papel. Por eso resulta inoficioso fijarse en los desatinados epítetos contra un presidente cuando durante siglos se ha reducido a pueblos enteros al estadio de la servidumbre o de la esclavitud.

En Ecuador se mide fuerzas como en un barrio de machos. En medio de una puja por ostentar poder, la Asamblea Nacional se mantuvo vergonzosamente ausente y esa falta es irremediable. El pueblo blanco-mestizo, urbano, privilegiado, exige que el pueblo indígena vilipendiado, excluido, maltratado y utilizado actúe “educadamente”, como si la educación fuera un derecho que se haya garantizado a las comunidades.

“Desde que fui alfabetizador voluntario en Pesillo aprendí a quererlos”, les dijo el Presidente a los lideres indígenas presentes en la primera mesa de diálogo, que tuvo lugar el pasado domingo 13 de octubre. Eufemismos, ambigüedades, redundancias, repeticiones torpes y rasgos paternalistas caracterizan el discurso del presidente Lenín Moreno. El empecinamiento del gobierno al decir que el subsidio favorece a los traficantes y contrabandistas demuestra que el Estado no es capaz o no quiere ocuparse de contener esos delitos.La retórica demagógica del poder político se enfrenta al discurso de la necesidad de los sectores más empobrecidos.

La construcción de un estado plurinacional es una deuda que tenemos como sociedad para bien de nosotros mismos. Trascender el texto escrito y construir la argamasa que junte los fragmentos dispersos no es un asunto de caridad sino de dignidad.

Aunque muchos analistas aseguran que la eliminación de los subsidios a los combustibles fue una decisión necesaria y valiente, el Decreto 883 solo fue la gota que sobraba en el vaso de la paciencia del pueblo indígena del país. El problema, en el fondo, es más político que económico. Y más simbólico que partidista. ¿Por qué el gobierno de Lenín Moreno no trató a las organizaciones sindicales, a los transportistas y a los indígenas como sujetos políticos? ¿Por qué el Estado ecuatoriano no trata a la población más pobre –con la que siempre se llena la boca en discursos demagógicos– como a seres humanos? ¿Por qué tanta desmemoria?


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Presidente de la Conaie, Jaime Vargas, durante el diálogo con el presidente ecuatoriano, Lenín Moreno, lució su penacho de plumas y pintas en el rostro, que simbolizan al lucha. Foto: Iván Castaneira.
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Presidente Moreno, en pantalla gigante, ante varios periodistas durante el diálogo con los pueblos indígenas. Foto: Iván Castaneira.
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Una mujer se conmueve cuando se anuncia la derogatoria del Decreto 883, por la cual miles de indígenas se trasladaron a Quito desde todas las regiones del país. Foto: Iván Castaneira.
En el Ágora de la Casa de la Cultura, miles de indígenas celebraron hasta la madrugada del lunes 14 de octubre, la derogatoria del decreto 883. Foto: Ivan Castaneir